El sueño
–- El sueño se repite insistentemente, martillea mi cabeza sin piedad. Llego a pensar en él como en un percutor que busca mi cerebro como si de una bala se tratase, con la única intención de hacerlo estallar – los finos labios que pronunciaban estas palabras pertenecían a un rostro con una frente perlada por el sudor con los ojos enormemente abiertos.
Tal rostro reposaba sobre el diván de un doctor con un curioso parecido con Freud, que fumaba una pipa cuyo denso humo inundaba la consulta, dándole un (viciado) aire de misterio. Desde su asiento el doctor vigilaba al paciente, las piernas cruzadas, sujetando con su mano izquierda la pipa, mientras la derecha reposaba en el brazo de la silla.
– ¿Estallar?
– El sueño me deja agotado. Ese sueño… – una pausa. El doctor aprovechó la oportunidad.
– Cuénteme el sueño.
– Aparezco de la nada. Me encuentro en un lugar muy extraño, resulta imposible diferenciar cielo y tierra. Es como si caminara dentro de de una nube, pero pudiera ver un infinito espacio a mi alrededor. Me siento tranquilo, y como no tengo nada que hacer, me pongo a caminar – su tono de voz dejaba notar su tranquilidad. No sé cuánto tiempo transcurre hasta mi encuentro con ella.
– ¿Ella?
– La mujer. La única mujer. Mi única compañera.
– ¿Cómo es su encuentro con ella?
– Aparece por detrás de mí. Está totalmente desnuda. Tiene los párpados cerrados. Me sonríe. Yo sonrío también. Pero me doy cuenta de que está dormida, así que intento despertarla. La llamo, pero mi voz es callada por un rugido como de olas que surge de todas partes. Impotente, la agarro por los hombros y la agito, primero con suavidad, luego con violencia. Al ver que no reacciona, desisto, y la suelto. Es entonces cuando me doy cuenta de que yo también estoy desnudo. Vuelvo a pronunciar su nombre. Esta vez nada molesta mi llamada, y ella comienza a abrir sus párpados muy lentamente. Pero algo no va bien. De sus vacías cuencas la sangre comienza a brotar, deslizándose espesamente por sus mejillas. Caigo de rodillas ante ella, y al tiempo que alzo los brazos al cielo GRITO, y mi grito la atraviesa, rompiendo su cuerpo en mil pedazos. Sus restos son trozos de un espejo. En ese momento me invaden a la vez – y mientras el paciente lo decía se reflejaba en sus facciones – el miedo, la desesperación, la pena, el dolor. No puedo evitar salir corriendo. Mientras corro me repito a mí mismo: “Esto no es cierto, no es más que un sueño, no puede ser verdad”.
– ¿Por qué piensa que es un sueño en ese momento?
– Porque mientras estoy despierto nunca la he encontrado. Sé cómo es, pero no sé dónde está. Y cuando por fin la encuentro la dicha que siento no la puedo expresar con palabras, al igual que no hay modo de decir lo que siento cuando me la arrebatan de las manos. En ese momento, al pensar que todo es falso, sé que no puede tratarse más que de un sueño, de una pesadilla. Así que, cuando mi carrera me lleva al borde un acantilado, a mi mente acude la idea de tirarme, quizá recordando que siempre que en un sueño caigo desde mucha altura despierto antes de golpear el suelo.
– Quizá porque no es capaz de soportar tanto dolor como le causa el haberla perdido y quiere buscar la muerte. ¿Se decide a saltar?
– Sin dudarlo. El vuelo no dura mucho porque la velocidad a la que me precipito contra el pie del acantilado es mayor de lo que yo pensaba que sería. Y justo cuando voy a romperme en las rocas del fondo del acantilado, cuando creo que voy a despertar sudando en mi cama, aparezco vestido con una extraña chaqueta blanca, en el interior de un corredor blanco, alicatado por todas partes. El más absoluto silencio reina en él. El corredor parece no tener final. Me doy la vuelta y tras de mí hay una enorme puerta de madera entreabierta. Me dirijo a ella, la abro…
– Y esa es la puerta por la que usted entra en mi consulta.
– Así es.