La verdad

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Los dulces siempre fueron un problema para mí. Desde joven mi enfermiza pasión por ellos me llevaba a un sinfín de problemas (cuya narración, lo siento, no tendrá lugar en este día), e incluso llegué a pensar en seguir algún tipo de tratamiento para apartarme de su maldito influjo. ¡Qué poco sospechaba yo que su poder sobre mí me conduciría al mayor de mis descubrimientos! Ese es el motivo por el que hoy estamos aquí, charlando. Pero antes de comenzar, pónganse cómodos, caballeros. Esta historia no puede ser digerida de cualquier modo. ¿Ya? Bien. Hace un mes…

Andaba yo por las calles de Cáceres en desesperada búsqueda de una pastelería abierta. Mis fuerzas comenzaban a flaquear tras (no lo podía creer) doce horas sin nada que endulzara mi existencia. No, no me refiero a eso. Hablo de pasteles, dulces, ambrosía para mí. Creía perder la vida, pero cuando ésta parecía abandonarme, allí estaba ella, como una diosa: La Madrila-Pastelería. “¡Salvado!”, dije para mis adentros. Abrí como pude la puerta y con un esfuerzo sobrehumano supliqué a la dependienta (una muchacha deliciosa, la verdad sea dicha) me diera el precio de las palmeras. No tengo que decir que la dependienta ya me conocía debido a mis múltiples visitas a su establecimiento. Me sirvió la palmera y, tan pronto como me vio recuperar fuerzas, me dijo: “No sé cómo es usted capaz de comer tantos dulces, la verdad”. Yo, en un ataque irreprimible de ironía, repliqué: “¿Quién conoce, en el fondo, la verdad?”. Fue entonces cuando empezó este misterioso asunto del que les quiero hablar.

Tan pronto hube pronunciado estas palabras, sus demasiado abiertos ojos llamaron mi atención. Denotaban una sorpresa similar a la que se tiene cuando alguien a quien crees semejante a ti, de repente dice no conocer algo a lo que tú estás acostumbrado desde que naciste. “¿Cómo? ¿No conoce la verdad?”. Su mirada me taladraba. “No”. Intenté dar a mi voz un tono suave, pero su pregunta me había desarmado. Ese sorprendido rostro dejó asomar, ahora para mi sorpresa, una desafiante sonrisa, aún más aterradora que su anterior gesto. “¿Te gustaría conocerla?”. Mis labios dejaron escapar un sí mientras intentaba pensar de qué psiquiátrico habían dejado escapar a aquella hermosa jovencita. Porque estaba claro como el agua que esta buena mujer no me estaba proponiendo una lucha dialéctica. Lo que pretendía era presentarme algo que la humanidad intentaba encontrar desde el día de su nacimiento.

Y mientras mis pensamientos se movían por estos caminos, mis piernas y mis brazos intentaban coordinarse para seguir los pasos de esa demente que me indicaba con el índice que la siguiera a la trastienda. Cuando por fin mis torturados miembros se pusieron de acuerdo, entré donde ella me indicaba. El lugar al que me condujo estaba oculto tras una cortina, que ella apartó con su mano izquierda, mientras con la derecha me mostraba el interior del cuarto. A medida que me aproximaba a la habitación la iluminación de ésta aumentaba, hasta que su interior se hizo totalmente visible. ¿Sería posible? Parecía que en el centro de la habitación hubiera un pedestal con la curiosa inscripción “La verdad absoluta”, y sobre éste… Como todos ustedes sabrán, mi vista no es una de mis virtudes, así que hube de acercarme más para poder ver con detalle lo que mi querida pastelera me mostraba. Pero, ¿qué ven mis ojos? Creí desmayarme. Sobre ese pedestal…

No, todavía no. Antes he de hacerles una matización. Todos hemos pensado alguna vez, medio en broma, medio en serio, sobre la existencia de la verdad, sobre si la verdad absoluta existía. Nunca hallé respuesta. Pero hete aquí que mi corazón me decía que hoy la iba a encontrar. No se rían, por favor. No juzguen a un anciano simplemente porque parece decir algo que no son capaces de entender, hijos míos. Esto es de una trascendencia mayor que la que creen. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Gracias por recordármelo.

Ejem… sobre ese pedestal se encontraba, flotando, una masa informe de algo que parecía gelatina gris, con un par de ojos negros que miraban al infinito. No había dado más de dos pasos dentro del cuarto cuando se giró sobre sí misma para poder mirarme. Posó sus ojos sobre mí. Dejaban escapar un cierto aire de intranquilidad como cuando un “amigo” se me acerca en un bar para charlar, pero en su mente sólo está el poder llenarse el gaznate a mi costa. Esa cosa (¿la verdad?) me dejó clavado en el sitio. Eso de lo que la verdad estaba hecha comenzó a deformarse bajo sus ojos para mostrar algo similar a una boca. Y tras unos segundos que me parecieron una vida entera, esa boca improvisada comenzó a mover sus toscos labios, como para hablarme. No puedo expresar con palabras lo que sentí cuando “eso” que se suponía era la verdad absoluta inició un intento para comunicase con mi humilde persona. Reconozco que tuve mis dudas sobre la autenticidad de su identidad, pero lo que me hizo me confirmó que me encontraba ante la única, la inimitable, insuperable e inalcanzable verdad absoluta. Esos labios, que con dificultad trataban de formar sonidos, por fin lo lograron. De su boca salió una inmensa pedorreta dirigida a mí. La pedorreta se prolongó por espacio de tres minutos y quince segundos, tiempo tras el cual su boca desapareció y, con media vuelta, volviose de espaldas a mí. Inmediatamente entendí el mensaje que me comunicaba esa generosa entidad.

Me encaminé hacia la salida de la pastelería cabizbajo, pensativo, mientras la pastelera me contaba cientos de anécdotas que no encontraba en absoluto interesantes. Me despedí de ella con la esperanza de que el próximo día que buscara pasteles hubiera otra pastelería que me acogiera en sus brazos. Pero en ese mismo momento una duda sobrecogió mi cuerpo: en esa pastelería me habían mostrado la verdad, y no había sido muy gratificante que digamos. ¿Qué me esperaba en las demás: el bien, el amor, la justicia, o quizá dios? Por si acaso, desde hace un mes no como dulces. Y estoy soportándolo bastante bien. Por cierto, ¿alguien tiene Lacasitos? ¿No? ¿Y un pepito? ¿Tampoco? ¿Donuts? ¿Bolly…